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El_Edificio_Nocturno

Luis ascendió las escaleras de caracol hacia la azotea, un ritual que había adoptado desde que firmó el contrato para aquel departamento en la Roma Norte. No por gusto, sino por necesidad. En su contrato estaba claro: “Prohibido fumar en el departamento”. Así que, después de un largo día entre planos y reuniones interminables, subía los cuatro pisos hasta el tejado con su cajetilla de Camel en el bolsillo y el celular con la linterna encendida en la mano.

Cada escalón resonaba bajo su peso mientras avanzaba hacia el único lugar en el edificio donde se sentía libre. Allí, rodeado del aire fresco, la oscuridad y el zumbido lejano de la ciudad, encontraba algo parecido a la paz. Nadie subía hasta allí; las escaleras de caracol eran demasiado estrechas, demasiado frías en invierno. Arriba no había nada más que instalaciones olvidadas de inquilinos anteriores y las protecciones metálicas que cercaban el perímetro.

Encendió el Camel con la destreza de quien lo ha hecho mil veces. La primera bocanada llenó sus pulmones, y al exhalar, vio cómo el humo se mezclaba con la neblina tenue que flotaba sobre la ciudad. Desde aquella altura, la Ciudad de México se extendía como un ser viviente, una quimera dormida, inmensa y luminosa.

Era imposible para él no observar con los ojos de arquitecto. Cada estructura le hablaba en un lenguaje de líneas, sombras y materiales: los cristales pulidos de Reforma, las torres viejas con azoteas abarrotadas de antenas y ropa tendida, y más allá, los rascacielos que desafiaban al cielo con formas absurdas. Las cajas donde vive la gente, pensaba con cierto desdén, recordando que había elegido esta carrera con la esperanza de liberar a las personas de esas mismas cajas.

Esa noche, como muchas otras, repasaba mentalmente las rutas que tomaba a diario: “Esa debe ser la Torre Latino… Allá está la Torre BBVA… ¿y ese? Ese no lo había visto antes”.

Al fondo, en las montañas que abrazaban la ciudad, había un edificio oscuro, apenas visible salvo por las luces. Eran pocas, pero de un rojo intenso, distribuidas a lo largo de su fachada como pequeños ojos que vigilaban. En la base, una línea de luces blancas lo separaba de la tierra, como si flotara en la penumbra. Luis frunció el ceño.

“¿Cómo no lo había notado antes?”

Intentó recordar si lo había visto en alguno de sus trayectos, pero nada le venía a la mente. La ubicación era extraña; hasta donde sabía, esa zona estaba protegida.

Fue la primera noche que lo vio. Y, sin saberlo, fue también la primera noche que el edificio lo vio a él.

Conforme pasaron los días, la silueta del edificio se volvió una obsesión para Luis. Todas las noches lo buscaba desde el tejado, cigarro en mano, intentando entender qué lo hacía tan peculiar. Había algo en las luces rojas que lo inquietaba. No parpadeaban como las de un avión o las de una antena; parecían responder a algo.

Luis, curioso, exhaló el humo lentamente, y la luz volvió a brillar en sincronía. Tomó otra calada y, al instante, la luz volvió a parpadear. Algo en esa secuencia lo inquietaba, pero la conexión era clara. Cada bocanada parecía invocar una respuesta.

“Esto no puede ser real,” pensó, pero cuanto más fumaba, más evidente se hacía el patrón. Cada bocanada parecía invocar un parpadeo, como si el edificio estuviera vivo, observándolo, respirando con él. Una calada particularmente lenta y prolongada invocó un fulgor de la misma intensidad y duración.

El patrón continuó en las noches siguientes. Un parpadeo con cada calada, un zumbido metálico que llegaba de la dirección del edificio, como si algo estuviera respirando. Luis no sabía qué lo atraía más: el edificio o el misterio que lo rodeaba. Se sentía observado, como si ese coloso lo estuviera estudiando.

Luis comenzó a notar más cosas extrañas. Había noches en que el viento traía un leve zumbido metálico desde la dirección del edificio. Otras, sentía una presión en el pecho, como si la presencia de aquel coloso lo aplastara.

En el trabajo, la obsesión con el edificio comenzó a interferir en su concentración. Durante una pausa, abrió Google Maps y trató de ubicarlo. Se quedó mirando la pantalla, desconcertado. En la dirección donde debería estar aquel edificio, solo había montañas. “Tal vez es un error del mapa,” pensó, aunque una pequeña voz en su cabeza lo contradecía.

—¿Oye, sabes qué hay en esta zona? —le preguntó a un compañero mientras le mostraba el mapa. —¿Ahí? Nada. Solo está el Ajusco. No dejan construir ahí; es área protegida.

Luis sintió un escalofrío. Esa noche no subió al tejado.

Pasaron días, luego semanas, sin que se atreviera a fumar. La ausencia del ritual lo ponía ansioso, pero el miedo era más fuerte. Sin embargo, una madrugada, una llamada telefónica interrumpió su sueño. El número era desconocido y la pantalla iluminó su rostro con luz roja. Cuando contestó, solo escuchó un sonido distante, como el eco de un zumbido metálico. Su piel se erizó.

El impulso lo llevó al tejado, cigarro en mano. Necesitaba calmarse.

Cuando encendió el cigarro, las luces rojas volvieron a aparecer, más brillantes que nunca. El zumbido metálico retumbaba en el aire, ahora más intenso, como si estuviera directamente sobre él. Luis se giró lentamente, y su corazón dio un vuelco.

El edificio estaba allí, en el borde del tejado. Era imposible, pero ahí estaba: gigantesco, oscuro, sus luces rojas brillando como ojos encendidos. Las blancas en la base parecían dibujar una sonrisa cruel.

Las luces rojas comenzaron a parpadear en un ritmo frenético, y Luis sintió que algo lo envolvía, un peso invisible que lo hacía retroceder. De repente, el zumbido metálico se transformó en un murmullo, un amasijo de voces que se superponían unas sobre otras.

—Ahora tú también nos ves.

Luis dejó caer el cigarro, paralizado. Las luces rojas lo rodearon, y el murmullo se convirtió en un rugido ensordecedor. Sintió frío, un frío que calaba hasta los huesos, y todo su cuerpo tembló. Las voces continuaron, cada vez más cercanas, más desesperadas, como si miles de almas clamaran al unísono.

—Ahora tú también nos ves.

Luis intentó gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. En un último esfuerzo, cerró los ojos, esperando despertar de la pesadilla. Pero el frío persistió, y las voces lo acompañaron hasta que todo se volvió oscuridad.