Sopa_soporifera
Son las 5:55. Wendolin cruza la puerta de su habitación, empujando el umbral con un leve crujido de bisagras y madera vieja que se mezcla con un zumbido continuo. Coloca sus dos bolsos: uno con un suave golpe en el gancho detrás de la puerta, el otro aterriza con un susurro en el suelo, junto a una de las criaturas, que parpadea lentamente, como si nada hubiera cambiado. A veces, Wendolin siente que es ella quien comparte el espacio con las criaturas, más que al revés.
Algunas de ellas se acercan con pasos suaves, sus pies pequeños apenas audibles sobre el suelo, sus ojos grandes y redondos reflejando la luz cálida que se filtra a través de las cortinas. Wendolin les sonríe. Ellas responden, llamándola por su nombre, alargando la “i” de Wendolin en un eco juguetón que resuena en las paredes de la habitación, en casa y fuera de ella.
Con una mano, acaricia el suave pecho de una de las criaturas, sintiendo bajo su palma el ritmo tranquilo de su respiración, la calidez que emana de su pelaje. La criatura cierra los ojos con un placer visible, se da media vuelta y, después de un último vistazo, se une al grupo más grande que ha comenzado a congregarse alrededor del televisor.
Wendolin se deja caer en su gran silla de escritorio, el cuero cruje suavemente bajo su peso. Estira una pierna, levantándola con esfuerzo mientras se inclina para deshacer el nudo complicado de sus cordones. Sus dedos trabajan con agilidad sobre el garabato de cordones, pero sus ojos se posan en otro lugar. El televisor CRT, una presencia tan misteriosa como las propias criaturas, emite su zumbido bajo y constante, como un latido electrónico. Cada vez que Wendolin intentaba seguir el cable de alimentación para descubrir su origen, el cable parecía alargarse eternamente, girar en ángulos imposibles, o simplemente desaparecer tras un nudo, como si el aparato jugara con su curiosidad.
Las criaturas han encontrado sus rincones favoritos: entre los cojines, en el alféizar de la ventana, o en la alfombra frente al televisor, el lugar más disputado, donde la luz azulada del CRT tiñe sus cuerpos blancos con un matiz fantasmal.
A las 6:00 pm en punto, el televisor cobra vida con un parpadeo eléctrico. Los “oñoños”, el nombre con el que se han presentado las criaturas, ya están reunidos alrededor del aparato, sus cuerpos se agitan con una anticipación que ella puede casi sentir en el aire.
Una estrella blanca estalla en el centro de la pantalla, expandiéndose en un estallido de colores que llena la habitación con un resplandor efímero. Un gran cilindro metálico, más ancho que alto, aparece. Un zoom out revela que el cilindro es una olla.
“¡Wow!” exclamaron varios oñoños en sucesión, un eco suave y simultáneo que se esparce por la habitación como una ola tranquila.
La luz de la pantalla curva proyecta sombras largas sobre la alfombra, envolviendo a las pelusas bípedas en un resplandor que parece hacerlos brillar desde dentro. Wendolin se desliza silenciosamente hacia el grupo, sus pasos descalzos inaudibles. Una de las criaturas se sube a su regazo, su peso ligero y reconfortante. El pequeño “Je” que emite al acomodarse resuena en el pecho de Wendolin, un sonido que se mezcla con el zumbido del televisor. La criatura se estira paulatina y fluidamente, como si saboreara cada milímetro de movimiento. Ha quedado muy contento con la posición de panza para arriba en la que ha quedado.
En la pantalla, una cocina aparentemente vacía y extrañamente iluminada pero oscura, aparece. La cámara enfoca ollas, cucharones y frascos con etiquetas grandes, sus letras difusas bajo la resolución del aparato. En la esquina superior, las letras verdes “AUX” parpadean intermitentemente, acompañando la melodía pegajosa que inunda la habitación con su ritmo repetitivo.
“Hoy, en el canal…” las palabras se pierden en el fondo sonoro. “… algo perfecto para esas noches donde el descanso reparador es imperativo: Sopa Soporífera.”
La cámara cambia a una vista desde arriba, mostrando un par de manos que se mueven con destreza, transformando ingredientes en cubos perfectos y llenando ollas con agua que parece materializarse de la nada. No hay cortes, no hay saltos en el tiempo; los ingredientes parecen transmutarse en otra cosa bajo el toque preciso de esos dedos, cuyo dueño y su imagen no son nunca revelados.
Los oñoños se acomodan en sus puestos habituales: sobre los cojines, en la cama, esparcidos por la alfombra. La cámara muestra un caldero humeante, lleno de una sopa espesa y dorada. Los utensilios de cocina se mueven en un ritmo coreografiado, cada uno entrando en escena con gracia, evadiendo a los anteriores utensilios que operaban en la olla. Los ingredientes flotan, cayendo en el caldero con una suavidad casi hipnótica, donde los fideos giran lentamente, describiendo espirales dentro de espirales dentro espirales de pasta.
La cámara se desliza hacia una figura que parece haber estado allí todo el tiempo: una niña que guarda un parecido inquietante con Wendolin, sentada a la mesa, su expresión tranquila. Un cuenco de sopa humeante se coloca frente a ella. La niña lo acepta, sus dedos delgados se cierran alrededor del borde cálido. Al primer sorbo, sus ojos comienzan a cerrarse lentamente, una expresión de serenidad inunda su rostro. La silla donde esta se abate 180 grados para quedar paralela al piso. La mesa donde comía se aleja mientras solo vemos como se acurruca en la silla, cama.
Los oños emiten un murmullo suave, apenas un susurro, mientras observan. Wendolin los mira mientras se acomodan aún más, como si solo ver el programa fuera suficiente para llenarlos de una calma profunda y absoluta. La sopa sigue hirviendo a fuego lento en la pantalla, mientras la habitación se sumerge en un silencio denso y acogedor. Finalmente, el televisor vuelve a su zumbido constante y la pantalla se sumerge en la oscuridad.
Wendolin recorre la habitación con la mirada. Los oños se han tumbado en el suelo, sobre los cojines, y la criatura en su regazo ya está profundamente dormida, su respiración ligera y regular. Wendolin se queda quieta, sintiendo el peso reconfortante del pequeño cuerpo dormido sobre ella. La habitación es un refugio de tranquilidad, la antena de conejo apenas inclinada, el televisor apagado, y todo en su lugar.
Una sonrisa muda cruza su rostro al notar que la antena de conejo ha sido movida nuevamente, inclinada en un ángulo improbable, como si alguien hubiera estado ajustándola en su ausencia.