Una_manzana
El fantasma vivía en el espacio exacto que marcaban las puertas de las habitaciones de Carla y Cristian.
Lo veía ahí, rodeado de un círculo imaginario que absorbía los colores circundantes y los mezclaba hasta formar un fondo semiopaco, un azul indescriptiblemente triste. Como el color de un suéter que alguna vez vibró de vida y ahora solo es pelusa.
Me había pedido una manzana esta tarde, como todas las otras veces.
Su masa incorpórea flotaba con la inconsistencia de un gas que reflejaba formas. Creía que me miraba, aunque no tenía ojos. Su transparencia proyectaba la idea de una mirada: dos huecos donde deberían estar sus ojos, dos vacíos que me perforaban con una intensidad inexpresiva.
—Nena —me decía con su voz ululante.
No era exactamente un sonido. Era un eco que se enroscaba en el aire y se filtraba en mi cabeza. Se sentía como un vórtice de agua succionando algo extracorpóreo de mí. Suave y espeluznante al mismo tiempo.
—Trae una manzana, por favor.
Las palabras vibraban con una frecuencia extraña, como si su voz no proviniera de su presencia sino de la disrupción misma que causaba en el espacio.
Y luego, sin más, desaparecía.
No de golpe, sino poco a poco. Su silueta se desdibujaba desde los bordes hasta el centro, como una mancha de tinta invisible que lentamente se volvía inexistente.
Pero su voz se quedaba.
Vibrante.
Ausente.
Era la voz lo que más me inquietaba.
No la forma en que se deshacía en el aire, no su cuerpo translúcido, no su ausencia de lo vivo.
Era su petición.
Una manzana.
Algo tan mundano, tan terrenal, en contraste con su naturaleza etérea. ¿Por qué?
Cristian y Carla parecían inmunes a su presencia. Se movían alrededor del círculo sin alterarse, como si fuera un mueble invisible, una constante de la casa que habían aprendido a ignorar.
Yo no.
Yo sentía el vacío que dejaba cuando desaparecía. El frío preciso en el aire justo donde él se materializaba.
Y esta tarde, cuando volvió a aparecer y pronunció su ruego una vez más—
“Nena, trae una manzana, por favor”
—algo en su tono cambió.
Un matiz imperceptible. Una urgencia contenida.
Me levanté sin pensar. Fui a la cocina.
Había un frutero en la mesa. Tomé una manzana. Roja, brillante, perfecta.
Cuando regresé, la puse en el suelo, justo en el borde de su espacio.
Él no sonrió.
No reaccionó.
Solo la miró.
Y entonces, por primera vez, parpadeó.
Y por un instante, vislumbré unos ojos marrones proyectándose sobre su vacío.
No eran ojos reales. Eran la idea de unos ojos, la memoria de una mirada atrapada en su silueta difusa.
Entonces, gritó dentro de mi cabeza.
—¡Pink Lady! ¡Pink Lady!
No fue un sonido. Fue una sacudida.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo desde la nuca hasta mi brazo izquierdo. Una vibración atravesó mi hombro, disparándose hacia mis dedos. Como el sonido de uñas en un pizarrón, como un silbato metálico demasiado agudo, como la vibración de algo que no debería estar ahí.
Cuando abrí los ojos, él había desaparecido.
Y la manzana ya no estaba donde la había dejado.
Rodaba lentamente fuera del círculo, como si alguien la hubiera empujado.
Como si la hubiera rechazado.